Por Marlene Rodríguez Atriano (marlene@humanismo.mx)
Parto de la pregunta ¿Es absoluta la libertad de expresión?, ¿tiene algún límite?
Para abordar comenzaré por decir que la libertad de expresión constituye una de las libertadas humanas fundamentales cuya protección y reconocimiento deviene de la tradición del liberalismo europeo. Desde de esta arista, estos derechos y libertades se instituyeron como los límites al ejercicio del poder del Estado derivado del proceso de positivización de las normas a partir del nacimiento del Estado Moderno en los siglos XVIII y XIX, luego de las revoluciones burguesas en Europa occidental.
En tal sentido, los derechos humanos fueron reconocidos a partir de la adopción de las primeras Declaraciones de Derechos Humanos que fueron la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 en Francia y la Declaración de Derechos de Virginia, de 1776 en Estados Unidos de Norteamérica. Con el paso del tiempo vinieron a reafirmarse con la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 y con los Pactos de Derechos Civiles y Políticos y de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de 1966, como un límite del actuar de los Estados para garantizar la libertad y la dignidad de las personas, tras la culminación de la segunda guerra mundial.
Los Estados modernos en América Latina, luego de su independencia, adoptaron básicamente estos mismos modelos en sus procesos constituyentes incluidos por supuesto México. Así, desde las matrices democráticas capitalistas se reconocieron las libertades como una conjunto de garantías reconocidas al gobernado. Por ello, la libertad de expresión es un derecho humano reconocido en el artículo 6º de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos cuyos límites se encuentran expresamente señalados en la redacción del mismo precepto constitucional, esto es, no ataque a la moral, la vida privada o los derechos de terceros, provoque algún delito o perturbe el orden público.
El ejercicio de la libertad de expresión ha sido interpretada como una libertad absoluta enmarcada en el contexto del liberalismo económico y político y a veces utilizada como arma de defensa no solo por quienes ejercen la labor periodística, sino por cualquier persona que emite opiniones cargadas de odio también conocidos como los discursos de odio.
En el Sistema Europeo de Derechos Humanos, el Consejo de Europa ha señalado que el concepto del “odio” se refiere precisamente al odio basado en la raza, el color, la religión, la ascendencia o el origen nacional o étnico.
Por su parte, la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) define a los discursos de odio como “aquellos que incitan a la violencia física, verbal, psicológica, entre otras contra los ciudadanos en general, o contra determinados grupos caracterizados por rasgos dominantes históricos, sociológicos, étnicos o religiosos. Tales discursos se caracterizan por expresar una concepción mediante la cual se tiene el deliberado ánimo de menospreciar y discriminar a personas o grupos por razón de cualquier condición o circunstancia personal, étnica o social”.[1]
Siguiendo este mismo criterio, la Corte afirma que este discurso va más allá de una idea, pues tiene un animo de llevar una acción finalista que normalmente genera discriminación y violencia hacia las víctimas, creando de esa manera un espacio de impunidad para estas conductas violentas. Observamos también que estos discursos siempre van dirigidos a grupos en situación de vulnerabilidad bajo estas opresiones interseccionales que pueden tener como destinatarios a personas indígenas, afrodescendientes, migrantes, grupos de la diversidad sexual, personas con discapacidad, grupos religiosos minorizados e incluso mujeres, cuya intención es, como lo ha dicho la SCJN, generar algún tipo de violencia desde el propio lenguaje.
La misoginia, la xenofobia, el racismo, y la homofobia son solo algunas de las manifestaciones de violencia que ocultan mensajes de odio. En el caso de la diversidad sexual, la homofobia, la lesbofobia y la transfobia se instauran como discursos de odio que desde luego ocultan mensajes de exclusión y discriminación. Para el caso, la homofobia, ha sido definida por el Alto Tribunal de la siguiente manera:
“…es el rechazo de la homosexualidad, teniendo como componente primordial la repulsa irracional hacia la misma, o la manifestación arbitraria en su contra y, por ende, implica un desdén, rechazo o agresión, a cualquier variación en la apariencia, actitudes, roles o prácticas sexuales, mediante el empleo de los estereotipos de la masculinidad y la feminidad. Dicho tratamiento discriminatorio implica una forma de inferiorización, mediante una asignación de jerarquía a las preferencias sexuales, confiriendo a la heterosexualidad un rango superior. Esta aversión suele caracterizarse por el señalamiento de los homosexuales como inferiores o anormales, lo cual da lugar a lo que se conoce como discurso homófobo, mismo que consiste en la emisión de una serie de calificativos y valoraciones críticas relativas a la condición homosexual y a su conducta sexual, y suele actualizarse en los espacios de la cotidianeidad”
De hecho, el discurso de odio en su manifestación homofobia ya ha sido también un tema debatido por el Alto Tribunal en 2012, al resolver una controversia por la redacción de una columna entre dos periodistas de un diario de Puebla al señalar:
“.. el empleo de los términos “maricones” y “puñal” actualizó un discurso homófobo, ya que mediante dichas expresiones se realiza una referencia a la homosexualidad, pero no como una preferencia sexual personal perfectamente válida en una sociedad democrática y plural-, sino como un aspecto de diferenciación peyorativa[2]
En el mismo sentido, y para muestra de esta discriminación, la Encuesta Encuesta Nacional sobre Discriminación (ENADIS) 2017 elaborado por el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación (CONAPRED) ubica a las personas trans como el grupo más discriminado, seguido de los gays y lesbianas, ello a pesar de que existen diversos ordenamientos que prohiben cualquier tipo de discriminación por motivos como el sexo, el género, la edad, la etnicidad, la nacionalidad o la discapacidad, etc.
Es común por ejemplo la prescencia de los sectores más radicales de ultraderecha en la intromisión de los asuntos públicos, que en alianza co la iglesia católica se pronuncian contra el matrimonio igualitario como es el caso del “Frente Nacional por la Familia”, a través de campañas y mensajes de odio, amparandose por supuesto bajo su libertad de expresión absoluta.
Ante ello, no se debe perder de vista que el derecho a la igualdad y no discriminación constituyen normas de ius cogens, esto es, son normas imperativas que deben ser observadas y cumplidas por los Estados. Es justo el debate que debiera ser atendido y prevenido por el Estado desde una política pública integral contra la generación de estos discursos de odio que lejos de abonar a la pluralidad de opiniones como muchos de ellos dicen, normalizan la violencia desde el propio lenguaje y abonan en la reproducción de una sociedad homófoba y desde donde se percibe un claro abuso de dicha libertad para restringir el ejercicio de los derechos de otras personas como el derecho al libre desarrollo de la personalidad sin discriminación por razones de sexo y/o género y el derecho a la expresión e identidad de género.
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[1] Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, Tesis: 1a. CL/2013 (10a.) LIBERTAD DE EXPRESIÓN. ACTUALIZACIÓN, CARACTERÍSTICAS Y ALCANCES DE LOS DISCURSOS DEL ODIO, Décima ÉpocaNúm. de Registro: 2003623, Semanario Judicial de la Federación y su Gaceta, Libro XX, Mayo de 2013, Tomo 1, Materia Constitucional, Página: 545
[2] Amparo Directo en Revisión 2806/2012, sentencia del 6 de marzo de 2013